lunes, julio 28, 2008

Testamento vital


Crucé el estrecho en una barca que apenas podía flotar. Dejé atrás a mi familia, a mi mujer, las pocas comodidades que pude conseguir donde es imposible conseguir nada. Sabía que el viaje era arriesgado, y que en Europa sería tratado como un paria, pero el futuro en la estéril áfrica negra también es una permanente lucha contra la muerte. Al llegar, enseguida encontré trabajo: a destajo como peón en una empresa de la construcción, de esas que ha proliferado de forma exponencial con el boom inmobiliario. Sin papeles me resultó imposible ejercer como profesor, de poco me sirvió el título de licenciado en filología inglesa, pero estaba contento, ganaba lo suficiente como para mantenerme yo y mandar un pedacito, con la alegría de que allí podrían administrarlo como si se tratase de una pequeña fortuna. Cada día soñaba con el momento en el que me pudiera reunir con mi familia de nuevo, y mi principal pesadilla era que se cumpliera la orden de expulsión que ya figuraba entre mis haberes. Pero, de repente, el plan, que tan metódica y minuciosamente tenía trazado, se vino a bajo en una abrir y cerrar de ojos. Me puse enfermo, la fiebre y la postración me impidieron ir a trabajar durante una semana, y me despidieron. Sin contrato no hay excusas. El miedo empezó a apoderarse de mi cuerpo a la vez que la enfermedad, estaba solo, no conocía bien el idioma, y encima era ilegal, negro y con una orden de expulsión. Así que, con tanto antecedente, podía conseguir un “pasaje de vuelta” más rápido que si tuviera un millón de euros. Acudir a un hospital era una opción casi suicida, pero poco a poco se fue perfilando como la única posible, y resultó que mi enfermedad, grave, era una marca que había dejado sobre mí una infancia llena de miseria y pobreza. Casi 12 meses después seguía en España, había superado varios momentos de gravedad crítica y un largo ingreso, y cuando me dieron el alta todavía me encontraba tan enfermo que no podía trabajar. Necesitaba la medicación y a los míos, sin embargo, si hubiera hecho que me “devolvieran” habría muerto porque no podía pagarme el tratamiento. Así que decidí quedarme y subsistir a medias con lo que había ahorrado y la siempre insuficiente ayuda que habían podido conseguir cuando había estado ingresado. Pero poco tiempo después volví a empeorar, y volví al hospital, y de nuevo soporté todas las pruebas que necesité hasta conseguir el diagnóstico. Otra vez la herencia africana, otra vez la factura de una niñez pasada en las peores condiciones. Sin embargo, esta vez no pudo ser, la gravedad del cuadro condicionó un tratamiento tan agresivo que me fue imposible resistir. Morí solo, en un país extranjero, siempre con el miedo a la expulsión, teniendo presente que la deportación, de una u otra manera, supondría llegar al final de mi viaje. Y de repente, ya fallecido, el plan se volvió en mi contra, mi cadáver sigue almacenado en los bajos del hospital, encerrado en la morgue, por el momento incapaz de que me lleven a casa. No saben quien soy, el nombre que figura en mi historial no es el mío.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Impresionante muchacha. Vaya relato.

Anónimo dijo...

...está tan bien escrito que cada palabra es una imagen. Se aprecia que la inspiración te vino de cerca, que le tuviste al lado, quedaste tan impersionada como yocon este relato.
Si en tu trabajo te comportas con la misma sensibilidad con la que percibes estas cosas, estás triunfando.